Anselmo Olmedillo es un jubilado a quien su familia igno- ra. Encuentra cobijo en un grupo de ancianos que se reú- nen «motorizados» para ir al campo o acudir al Bernabéu los domingos. Anselmo se obsesiona con la idea de com- prar un cochecito adaptado y así poder ir con ellos, pero ni su hijo está por la labor de hacer semejante desembol- so, ni sus nuevos amigos van a llevarlo de paquete por mucho tiempo. Ante esta tesitura, decide envenenar a los suyos y robarles el dinero para comprar el tan anhelado vehículo.
«Me fío más de los sentidos que de los sentimientos.» La frase se le atribuye a Rafael Azcona y al parecer fue pronunciada durante alguna de las tertulias que mantenía con Luis García Berlanga, Fernando Fernán Gómez y otros allegados (El Mundo, 28 de diciembre de 2008). Esa sen- tencia resume con extraordinaria eficacia la manera de narrar del autor logroñés, primero novelista, colaborador de La Codorniz después y, des- de 1959, guionista de cine. Ese año se estrena El pisito, dirigida por Mar- co Ferreri, primera colaboración entre ambos y a la que le dedicábamos un artículo en el número 295 de CLIJ (mayo-junio 2020). Un año des- pués, El cochecito aparece en las pantallas siguiendo de nuevo un argu- mento de Azcona, resumido en la entradilla.
Recordando el origen literario
Tanto El pisito (1959) como El cochecito (1960) son sendas adapta- ciones de textos de Azcona dirigidas por Ferreri. La particularidad de la segunda, como bien explica Bernardo Sánchez Salas, es que el germen fue un artículo publicado en La Codorniz y que Azcona alarga con miras a su adaptación, especialmente tras el éxito de El pisito. Ese relato ampliado llevaba por título Siéntate y anda, y narraba las peripecias de un anciano empeñado en comprar un coche adaptado para poder ir al fút- bol con sus amigos. Revisado varias veces, según el propio Azcona, la versión def initiva se llama Paralíti- co —sí, eran otros tiempos y esa palabra no sonaba tan mal como ahora— y aparece publicada en 1960 como parte de un tríptico: Pobre, paralítico y muerto. Por cier- to, que en un vistoso juego de refe- rencias, hoy se puede encontrar una edición de Alfaguara bajo el título Estrafalario, que incluye tanto El pisito como El cochecito y Los muertos no se tocan, nene, relato que en principio era el preferido por su autor para adaptar tras El pisito y que José Luis García Sánchez termi- nará llevando a la pantalla en 2011.
El productor Pere Portabella (que firma como Pedro Portabella, linde- zas de las fobias de un franquismo que algunos tratan de resucitar en estos días) acepta la propuesta de Ferreri de producir el filme y se con- trata a Azcona como guionista junto al cineasta milanés, por lo que ambos firman el guion e incluso el logroñés hace un muy señalado cameo junto a Carlos Saura, ambos encarnando a dos frailes. El largo- metraje obtiene ex aequo el premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Venecia y comienza una exitosa carrera internacional.
Remembranzas de un largometraje mítico
La película es extraordinariamente fiel, incluso más que El pisito, que simplemente añadía algunos ele- mentos relacionados con los perso- najes. Aquí apenas se cambia el ape- llido de don Anselmo y, salvo por el f inal censurado al que luego llegare- mos, el filme sigue a pies juntillas un relato que por momentos más parece un guion, amén de la indiscutible capacidad de Azcona para crear imágenes y una indudable vocación visual. Casi podría decirse que la morfología de El cochecito ya se adivina en el texto original. Así, y en cuanto a la sintaxis cinematográfica, se repiten rasgos de estilo ya vistos en El pisito, como los encuadres abiertos, la habitual cámara estática, los aislados pero medidos movi- mientos de cámara con una decidida voluntad expresiva, el uso de fundi- dos en negro separando los distintos días y algún final de escena alargado en su último plano a manera de con- clusión.
Por lo que respecta a la temática se ha querido ver, a nuestro parecer de forma un tanto excesiva, una crítica a la sociedad consumista de la épo- ca, cuando en realidad los dardos parecen dirigirse de un modo más general tanto a aquella España como a su sistema de valores. Y es que El cochecito es una sulfúrica crónica plagada de avaricias, insolidaridades y acuciantes necesidades. La recua de desalmados que pueblan el relato —hijos que no cuidan de sus padres; nietos que desprecian a sus abuelos; abuelos que dejan tirados a sus ami- gos y amigos que miran primero por ellos mismos— sólo puede verse como el producto de una sociedad corrompida desde su sistema políti- co. Y algo hay de eso en un final que trajo cola.
Dobles versiones, triples significados
En la copia censurada, asistimos al cierre de la historia de Julita y su novio, donde Anselmo ejerce de alcahuete y, por encadenado, obser- vamos su llegada, en su flamante cochecito, a un bar para contactar con su familia, aunque encuentra el teléfono ocupado por un hombre que está hablando de Celia Gámez. Por corte, nos vamos a la familia, sana y salva aunque preocupada por el abuelo, quien por f in consigue lla- marlos. Tanto el padre como la nieta le piden perdón a Anselmo entre lá- grimas y le ruegan que vuelva, lo que es correspondido por el anciano con lloros emocionados, hecho que rom- pe con el tono de la novela y del filme hasta el momento. De ahí pasamos a la breve escena de Anselmo atrave- sando las vías del tren con el cocheci- toyaladelacarretera,enlaquela policía le da el alto, le pide los pape- les y, tras esto, uno de ellos pronuncia un añadido con respecto al original: «Síganos. Hala, a su casa. Estas co- sas se hacen a los catorce años y no a los ochenta». Después del reproche paternalista, y mientras emprenden el regreso, Anselmo pregunta, como en la novela, si le dejarán tener el coche- cito en la cárcel, pero ese interrogan- te ya no tiene ninguna fuerza, pues sabemos que ni ha asesinado a nadie ni va a ir a prisión.
En la nueva versión —recuperada por Filmoteca Española en 2018 y que puede verse en la plataforma Fil- min—, libre de siniestras imposicio- nes, se cierra la escena con Julita y su novio y, por encadenado, nos vamos directamente a un plano situado fuera de la casa de la familia de Anselmo, a pie de calle y tomando una ambu- lancia. El protagonista se coloca en escorzo antes de un zoom de acerca- miento que corresponde a su mirada y aparece Alvarito (José Luis López Vázquez), entre una multitud que se arremolina alrededor del vehículo, atendiendo alarmado la entrada de dos camillas en la ambulancia, mien- tras escuchamos una voz femenina diciendo «si ya no hay nada que hacer». Se observa gente llorando y, por corte, pasamos al único primer plano de la película: el rostro com- pungido de Anselmo asistiendo a la escena, mientras en off oímos las sire- nas. Un plano un tanto moralista por cuanto subraya un sentimiento de cul- pa ausente en el original.
De nuevo por encadenado, el mon- taje nos lleva al cruce de vías y al último pasaje en el que vemos la frus- trada huida de Anselmo, que de nue- vo es interceptado por la policía, aun- que ahora los agentes no le ordenan ir para casa ni mencionan lo de la edad, pues se supone que realmente ha matado y por tanto debe ir a la cárcel. Uno de los agentes pronuncia el «síganos» y ya sólo queda la marcha final con la pregunta de Anselmo, que recupera toda la fuerza del original.
Lo más curioso, y de lo que poco se ha hablado, es que en la novela Anselmo trata de llamar por teléfono (para saber si su plan ha llegado a buen puerto), pero ese «pelmazo» que está hablando de Celia Gámez no suelta el auricular, por lo que debe ir a casa a comprobar en persona el desenlace:
«Antes de llegar a la esquina con Malasaña oyó las voces y los gritos. Sobreponiéndose a sus temores asomó un ojo desde la esquina: el corro de curiosos que rodeaba a una ambulancia abría paso a las camillas que iban saliendo del portal de su casa: una, dos, tres, cuatro, cinco. O sea: que el botarate de Alvarito también había comido cocido: eso fue todo lo que pensó antes de arrear calle abajo».
Con la única diferencia de que en la película el botarate de Alvarito sí se salva, como veíamos, en la novela pasamos a cuando los policías le dan el alto, completando una serie de pasajes que suponen un sumatorio de las dos versiones cinematográfi- cas, aunque sólo la más reciente man- tiene la coherencia del original.
El incidente con la censura provo- có que el gobierno español rescindie- ra el permiso de residencia a Ferreri, y ese final mutilado y convertido en un sinsentido no impidió la buena acogida de crítica y público, que pa- recieron advertir que el aguafuerte que trazaban Azcona y Ferreri iba dirigido a la línea de flotación del Ré- gimen, retratando a su vez el sinsenti- do de un país absurdo en su dictato- rial realidad, plagado de víctimas de un sistema que pervertía de raíz al in- dividuo y a sus sentidos. Y para que no vuelva a pasar semejante ignomi- nia debemos, y El cochecito es un maravilloso testimonio de ello, man- tener la memoria. Y los sentidos bien alertas.