Publicada en el número 5 de la colección Graphiclassic, esta entrevista con el escritor H. G. Wells es una manera inmejorable de conocer a la persona que se esconde tras libros emblemáticos como La guerra de los mundos, La isla del Doctor Moreau o La máquina del tiempo. Firmada por Guillem Díez y Carlos Uriondo, esta entrevista es un ejercicio de imaginativo periodismo que obligó a los autores a indagar hasta el más ínfimo detalle sobre la vida del popular novelista. Una manera original de descubrirlo que los autores nos han cedido para su publicación en este número especial.
Sería por enero de 1946 cuando un tal Brownlow, redactor de un periódico hoy olvidado, le propuso a H. G. Wells mantener una larga entrevista en la que repasar su vida y pensamiento; decía haber viajado por el tiempo desde 1971 y que allí regresaría para publicarla. El escritor, por entonces gravemente enfermo, apenas toleraba visitas, pero el asunto le cayó en gracia y se la concedió. Ese tal Brownlow es el mismo que nos la ha ofrecido ahora para que la publiquemos en primicia: dice que le bailaron las cifras cuando calibraba la máquina para su retorno y nosotros no vamos a ser menos crédulos que Wells…
Abusando de la amable hospitalidad del señor Wells, nos encontramos en el estudio de su casa, en el 13 de Hanover Terrace. Su ánimo todavía convalece de la recién terminada guerra, pero aun así se ha mostrado dispuesto a repasar con nosotros lo que ha sido su paso por la vida.
Hablemos primero de sus orígenes.
Nací en el pequeño pueblo de Bromley, en el condado de Kent, muy cercano por aquel entonces a Londres, aunque hoy en día está integrado como un barrio más de la capital.
¿Quiénes eran sus padres?
Se habían conocido siendo sirvientes de la mansión señorial de Uppark; él era jardinero y ella doncella. Después se casaron y a base de enormes esfuerzos lograron montar un pequeño negocio de porcelana y menaje doméstico. Fui el tercero de sus hijos varones; tuve ade- más una hermana, Fanny, pero murió con solo nueve años, dos antes de que yo naciera. El caso es que, con un hijo más, los ya escasos ingresos se hicieron insuficientes y eso obligó a mi madre a retomar su antiguo empleo y a mi padre a obtener algún dinero extra gracias a su habilidad como jugador de críquet.
No parecía tener las cosas muy a su favor…
No, pero a los ocho años todo cambió de improviso. Sufrí una caída y me frac- turé una pierna, por lo que debí guardar cama durante algunas semanas. El mé- dico del pueblo colocó mal el hueso y hubo que romperlo de nuevo y reparar el error. Entonces descubrí el placer de la lectura. A lo largo de la convalecencia devoré todos los libros que mis padres y algunos vecinos me proporcionaban. Dickens y Washington Irving fueron los primeros novelistas por los que sentí devoción. Aquella caída fue uno de los momentos más afortunados de mi vida.
¿Quiere decir que ese hecho fortuito marcó de alguna manera su futuro?
Bueno… desde luego no el inmediato. Mi madre era el oráculo familiar, la que decretaba el destino de todos nosotros con objeto de hacernos subir un peldaño en la pétrea escala social de aquel entonces. Después de pensarlo detenidamente decidió prepararnos a mí y a mis hermanos como oficinistas o dependientes de comercio, ya que en sus modales y vestimenta —levita ne- gra y alto cuello blanco— veía la divisa de honorabilidad y el rango de un esta- tus superior.
Háblenos un poco de su formación ¿Dónde cursó sus estudios primarios?
Los realicé en una escuela privada en la que no recuerdo que me enseñaran nada de utilidad. Pero eso no era lo peor, sino que crecíamos completamen- te embotados y sin ningún tipo de in- quietud, más allá de procurar no recibir castigos corporales. En todo caso, con- seguí completar los estudios de cultura general y contabilidad necesarios para cumplir con los planes laborales desea- dos por mi madre.
¿Y sus inicios en el mundo del trabajo?
Entré de ayudante de caja en un almacén de tejidos, pero aquello no era lo mío y pasé entonces una breve tempo- rada colaborando con un pariente que dirigía una escuela. Por desgracia, esta quebró y yo no tuve más remedio que trabajar en un almacén de paños, donde debía permanecer interno durmiendo en un triste barracón. Una noche, cuando a las once apagaron la luz y tuve que interrumpir mi lectura, decidí abando- nar aquello de una vez por todas y me fui andando más de cuarenta kilómetros hasta la mansión de Uppark para con- tarle a mi madre la decisión que había tomado. Aquello lo he recordado duran- te toda mi vida como lo más grande de cuanto he realizado.
¿Qué pasó después?
Pasé una breve temporada con mi madre en Uppark, donde ella trabajaba de ama de llaves, y gracias a eso tuve acceso a la biblioteca de los señores de la casa. Conocí entonces la obra del fi- lósofo evolucionista Herbert Spencer; leí a Platón, a Voltaire y algún ensayo político que —como Los derechos del hombre, de Paine— me aportaron una nueva luz para la comprensión del mun- do. También recuerdo que por aquella época recompuse un telescopio que por casualidad había caído en mis manos y pude contemplar hechizado la armonía incomparable de las estrellas y planetas, aquello permaneció grabado a fuego en mi mente e influiría decisivamente en todas mis futuras creaciones.
¿Volvió a emplearse?
Sí, poco después no tuve más remedio que colocarme de nuevo como mancebo de botica y al tiempo me matriculé en una escuela nocturna donde, gracias a mi curiosidad por el estudio, me inte- resé por los conocimientos científicos del momento: la astronomía, la geolo- gía, la física, la biología, a la vez que me convertía en un ferviente admirador de Charles Darwin.
¿Todo eso es lo que le estimuló a se- guir estudiando?
Sí, a los dieciocho conseguí una beca de estudios superiores en la Escuela Normal de Ciencias de Londres y allí, entre mis nuevos maestros, quedé fuer- temente impresionado por la personali- dad del eminente fisiólogo T. H. Huxley. Lamentablemente, el tercer y último año suspendí los exámenes de geología con el profesor Judd y aquello terminó con cualquier posibilidad de carrera científica.
La máquina del tiempo fue un éxito asombroso. Se hablaba del libro en todas partes, se vendía muy bien y algunos me calificaron de hombre genial. De pronto me había convertido en un autor de fama a quien todos los periódicos pedían colaboraciones.
Pero no por eso abandonó los estudios…
No, tomé un trabajo docente en Ga- les. Por aquel entonces desarrollaba bastante actividad: además de estudiar e investigar, daba clases particulares y comencé a publicar en una revista cien- tífica mis primeros trabajos de carácter pedagógico; aunque después de una lesión renal en un partido de rugby tuve que pasar un largo periodo de convale- cencia en Londres.
¿Y cómo recuerda ese periodo?
Fue importante, porque instalado en Londres me alojé en casa de unos pa- rientes lejanos de mi madre y allí cono- cí a Isabel, con la que al cabo de poco tiempo me casé.
Creo recordar que su matrimonio duró poco…
Un año aproximadamente, aunque las cosas no fueron bien desde el primer momento: al año conocí a Jane (Catherine Rollins) y nos fuimos a vivir juntos; después de cuatro años, y una vez pude conseguir el divorcio, contrajimos matrimonio.
Dos matrimonios seguidos y una situación económica poco estable… ¿parece una época complicada de su vida?
Sí, aquellos fueron tiempos duros y de enormes esfuerzos, lo que unido a una tremenda estrechez económica hizo que mi salud se resintiera. Pesaba cuarenta kilos y una mañana tuve un vómito de sangre. Me diagnosticaron tuberculosis, así que no tuve más reme- dio que reducir mi actividad, abandonar la enseñanza y dedicarme a redactar colaboraciones para los periódicos, al tiempo que dirigía una sección de Cien- cias Naturales para una Academia por correspondencia. Allí escribí un libro de texto sobre biología y colaboré en otro sobre fisiología.
¿Y cuándo llegó su primer éxito?
Como le decía, por aquel entonces colaboraba con bastantes artículos en la prensa y el mercado estaba saturado. También escribí para la revista National Observer una especie de relato fantásti- co por entregas, Los eternos argonau- tas. Cuando esta revista cerró, su edi- tor, Henley, creó una nueva publicación llamada New Review y me ofreció una cantidad estimable para que escribiese una nueva versión de ese relato en el que veía amplias posibilidades. Así na- ció La máquina del tiempo.
La novela fue aceptada rápidamente…
Fue un éxito asombroso. Se hablaba del libro en todas partes, se vendía muy bien y algunos me calificaron de hom- bre genial. De pronto me había conver- tido en un autor de fama a quien todos los periódicos pedían colaboraciones. Abandoné casi totalmente el periodis- mo y me dediqué a escribir. En los tres años siguientes aparecieron La isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La guerra de los mundos.
Todos libros de éxito y escritos en muy poco tiempo.
Ciertamente: con veintinueve años todo había cambiado en mi vida y pude hacerme construir una casa propia: Spa- de House. A principio de siglo, Jane y yo nos trasladamos a nuestra nueva re- sidencia. Allí fui recuperando mi salud, haciendo deporte y dedicando la mayor parte de mi tiempo a escribir. Pronto tu- vimos dos hijos con los que me gusta- ba inventar juegos y recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida.
¿Ya por entonces tenía interés por los temas sociales?
Mi preocupación por los temas po- líticos y sociales era profunda mucho antes de triunfar como escritor. Al poco de publicar Anticipaciones, un ensayo sobre los problemas de la sociedad, re- cibí una carta de los Webb, fundadores de la Sociedad Fabiana, en la que me solicitaban que me uniera a ellos para colaborar en la construcción de un mundo mejor. Allí compartí esfuerzos con miembros destacados de la cultura inglesa de aquellos años, como Bernard Shaw, Bertrand Russell y otros muchos.
¿Qué tipo de pensamiento era aquel?
Pues era de naturaleza socialista y se basaba en la idea de que el progreso de la humanidad requería de la ineludible necesidad de erradicar la pobreza e incrementar la cultura. Consideraba la educación como la principal arma en un proceso para la transformación del mundo. Yo resumí aquellas ideas en el eslogan «el hombre para el hombre», en contraposición al comunismo, que lo entendía como «el hombre para el Estado», y al cristianismo, «el hombre para Dios». Pero surgieron algunos problemas y mi colaboración con ellos no se prolongó demasiado tiempo.
Pero después usted siguió desarrollando una amplia actividad en defensa del cambio social…
Sí, terminada la Primera Guerra Mundial desarrollé una exhaustiva la- bor como conferenciante, publicando libros y colaborando en periódicos de prestigio, con el objetivo de conseguir que los hombres superasen sus motivos de enfrentamiento y se creara una con- ciencia común entre todos los poblado- res del planeta. Para ello, consideraba imprescindible constituir una organiza- ción que supusiera el germen de un go- bierno mundial capaz de tener la fuerza suficiente como para poner freno a las guerras y enfrentamientos entre las na- ciones. La Segunda Guerra Mundial ha significado el evidente fracaso de todas mis esperanzas al respecto.
Y después de la tragedia, ¿a qué ha dedicado estos últimos meses?
Me he refugiado aquí, en mi domici- lio en Hanover Terrace. Como ve, tiene vistas a Regents Park… Me gusta pa- sear por el parque cuando mi salud me lo permite; y sigo, en la medida de mis posibilidades, revisando y escribiendo. He asumido que las ideas por las que luché no tienen en este momento de- masiadas posibilidades de ser llevadas a cabo y he decidido poner un poco de orden en todo lo que he hecho.
¿A estas alturas de su vida, qué tipo de persona se considera?
No sabría contestarle con propiedad. Persona, según Jung emplea el término, es el concepto que un hombre tiene íntimamente de sí mismo, su idea de lo que quiere ser y de cómo quiere que los de- más lo consideren. Normalmente, lle- gamos a esta valoración a través de los éxitos y fracasos de nuestra vida y en ese sentido una biografía es una especie de disección de cómo un ser humano en concreto hizo lo que hizo y obró como obró. Una vez que se comprende esto, también vemos que el esfuerzo que in- vertimos en ello está condenado al fra- caso, pues carecemos de las auténticas razones de la obra realizada, y nues- tra percepción de nosotros mismos es siempre borrosa y equivoca.
He asumido que las ideas por las que luché no tienen en este momento demasiadas posibilidades de ser llevadas a cabo y he decidido poner un poco de orden en todo lo que he hecho.
¿Y cómo ve entonces a sus semejantes?
Mi percepción es bastante contradic- toria al respecto. En cierto sentido me encuentro absolutamente comprometi- do con la lucha que aspira a la justicia e igualdad e incluso he desarrollado un enorme esfuerzo a lo largo de mi vida por conseguir ese ideal. Pero en el otro plato de la balanza, y por más que me duela, he de confesar que la mayoría de las personas y cosas me importan un comino.
Tiene usted fama de ser una persona inagotable.
Sí, aunque es una leyenda periodística muy alejada de la realidad. Imagino que a ello ha colaborado mi producción lite- raria y mi presencia en la vida pública, pero debo confesarle que escribir una gran cantidad de libros y artículos no es prueba de energía y que por lo menos en mi caso no ha sido más que el fruto de unos hábitos sedentarios, constancia y un método en el trabajo.
¿Y ha habido alguna norma básica que haya adoptado a lo largo de su vida?
Desde muy joven pude observar como la perplejidad, la frustración, la humillación y la pérdida de energía son frecuentes en las fases de la vida en la que las condicio- nes cambian y no tenemos ningún tipo de control sobre ellas. Para evitarlo, adopté dos principios que han guia- do mi vida a lo largo de mu- chos años: si quieres algo lo bastante, cógelo y al infierno con las consecuencias; y si tu vida no es lo suficientemente buena para ti, cámbiala, no soportes jamás una forma de vida aburrida y monótona. Comprendo que le parecerá un poco elemental, pero, dada la cantidad limitada de mate- ria gris que poseemos, esta- mos obligados a simplificar.
¿Le parece que hablemos un poco de religión?
Me parece bien.
¿Cómo se definiría en ese sentido?
Sería una cuestión demasiado sutil saber si soy absolutamente ateo o un hereje radical en la frontera más lejana de la cristiandad, más allá de los arrianos, e incluso más allá de los maniqueos. Pero no tengo dudas de que provengo de una raíz católica, aunque haya vivido duran- te muchos años en abierta controversia con esta religión.
¿Y es un tema que le sigue preocupando?
Hay una serie de cosas en la religión establecida a las que soy completamen- te refractario. Por ejemplo, encuentro que el dogma de la Santísima Trinidad es un cuento estúpido que a las nuevas generaciones cada vez les cuesta más trabajo tragarse. Creo que el «amor» por ese Dios Trino es tan infrecuente como innatural e irracional. Le pongo otro ejemplo: para mí, el sacramento católico es una mezcla ininteligible de burda metafísica y grosera superstición materialista. O ese tema del infierno…
Aunque a veces hagamos cosas que parecen ser dignas del esfuerzo realizado, todo queda siempre a medio hacer, todo pasa y no se llega nunca a la plenitud.
¿Qué le ocurre con eso?
Durante un tiempo tuve un miedo terrible al infierno. Es algo que solo sirvió para atemorizarme y evitar, entre otras cosas, que llamara tontos a mis hermanos; pero eso fue hasta que tuve once o doce años, después las cosas cambiaron.
¿En qué sentido?
Todo hombre que pierde su fe infantil en la sensatez de las cosas que le han explicado y desarrolla una conciencia social termina llevando inevitablemente el mundo sobre sus espaldas y asumiendo para bien y para mal lo que realiza.
Parece usted un poco desencantado.
El ser humano vive una vida condenada al fracaso. Nunca rea- lizamos la obra que creemos que llevamos, nunca nos damos cuen- ta del secreto esplendor de nuestras intenciones. Aunque a veces haga- mos cosas que parecen ser dignas del esfuerzo realizado, todo queda siempre a medio hacer, todo pasa y no se llega nunca a la plenitud.
Podría decirse que, a pesar del éxito obte- nido, no se siente usted especialmente orgullo- so de sí mismo.
No lo crea. Conforme he ido acumulando ex- periencia sobre la vida, me he dado cuenta de nuestra tremenda severidad a la hora de valorar los errores, ya sean propios o ajenos, sin comprender los márgenes siempre limitados de nuestra capacidad de actuación. Pero eso no tiene nada que ver con la auto- complacencia en la que toda persona con éxito social suele caer y de la que yo intento huir.
¿Y a qué conclusiones ha llegado volviendo la vista atrás?
A la larga, si se llega a vivir lo suficiente, uno termina encontrándose solo, por fin maduro, confrontado con el uni- verso, la vida, y lo que va quedando de nosotros mismos hasta que llega el final. Yo he llegado más o menos a ese punto y confieso que la vida me ha parecido demasiado corta para hacer muchas de las cosas que me hubiera gustado hacer.
¿Y aún tiene planes para el futuro?
No, en lo que a mí respecta no deseo vivir más, a menos que pueda realizar lo que considero que debe hacerse y en la forma en que creo que debo hacerlo.
En su caso, parece que el sexo ha tenido un papel muy importante du- rante su vida, ¿no es así?…
No sabría decirle si mi interés por el sexo ha sido mayor o menor del que tienen los demás. Siempre he conside- rado mis relaciones sexuales, salvo en cuatro o cinco casos puntuales, como una mera forma de esparcimiento, in- tentando desdramatizar en la medida de lo posible una pulsión que por lo demás no tiene por qué ser dramatizada al ser natural.
Pero usted ha tenido varias parejas y muchas relaciones, ¿no cree en la monogamia?
No creo que seamos monógamos o promiscuos por naturaleza, sino que permanecemos «fijados» durante perio- dos más o menos largos en una deter- minada relación. Este periodo de tiempo depende no solo del tipo de vínculo, sino sobre todo de las nuevas oportunidades que se nos presentan a cada uno de nosotros.
Algunas veces ha sido tildado de promiscuo, ¿estaría de acuerdo con este calificativo?
La verdad es que yo nunca tuve de- masiadas restricciones desde el ex- terior para dar rienda suelta al deseo. Salvo en la medida en que el afecto me impone barreras, he hecho lo que he querido, de modo que cada impul- so sexual que he sentido lo he podido expresar de forma análoga. La mayoría de los otros hombres probablemente tienen tantos o más impulsos que yo, pero sospecho que no las mismas posi- bilidades de llevarlos a cabo.
¿Cuántos hijos ha tenido?
Cuatro. Dos con Jane, mi segunda esposa, y otros dos fuera del matri- monio, con Rebecca West y Amber Reaves.
Precisamente algunos le han echa- do en cara el haber mantenido rela- ciones sexuales con mujeres mucho más jóvenes que usted, ¿tiene algún tipo de remordimiento al respecto?
No, en esos casos el origen de nues- tra relación estuvo en un sincero deseo por su parte en mantenerlas y no me siento culpable por ello.
Aunque nunca he sentido el más mínimo interés para describir el acto sexual y sus variaciones en la ficción, sí debo admitir que tras la muerte de mi madre en 1905 me sentí menos cohibido para tratar de una forma más abierta estos asuntos.
¿Cree que debe reflejarse de forma explícita el sexo en la literatura?
Aunque nunca he sentido el más mínimo interés para describir el acto sexual y sus variaciones en la ficción, sí debo admitir que tras la muerte de mi madre en 1905 me sentí menos co- hibido para tratar de una forma más abierta estos asuntos. Pero si me lo pregunta, le diré que lo más cercano que he estado a ser explícito ha sido la descripción de la primera y frus- trante relación sexual de una pareja inexperta que hice en mi última no- vela, You Can’t Be Too Careful, pero se trató de una excepción.
Hablando de frustraciones ¿a es- tas alturas tiene usted alguna que nos pueda contar?
Como ya le he dicho, había fija- do el establecimiento de un Estado Mundial como un propósito irre- nunciable, algo así como mi máxima prioridad, casi como una religión, pero todo eso ha quedado ya muy le- jos de mi alcance.
¿Algo así como su sueño imposible?
Evidentemente. Pero en un tiempo mensurable la humanidad no tendrá más remedio que afrontar ese reto. En el peor de los casos, si ello no fuera posible, seremos barridos por cataratas de desastres que nos llevarán a una úl- tima y dramática destrucción. No tengo la menor duda al respecto.
Parece usted muy poco optimista…
Bueno, aunque en estos momentos —visto lo visto con las dos guerras mundiales a nuestras espaldas— no se pueda ser demasiado optimista sobre el futuro de la especie humana, no des- carto que en un determinado momento se produzca una reconducción a me- jor. Además, piense que sin sueños y esperanzas la vida sería realmente in- soportable para la mayor parte de los seres humanos, tanto en sus pequeños proyectos individuales como en los más importantes de diseño general.
¿Cree que cualquier mejora en la historia de la humanidad debe ser arrancada a las clases superiores?
Los cambios y mejoras no siempre se producen como consecuencia de las luchas populares. Por ejemplo, las clases dirigentes de los grandes países en un momento comenzaron a darse cuenta de que una nación con una clase infe- rior formada por analfabetos estaba en desventaja a la hora de competir con las otras. Pero en ello no hubo nada de generosidad y sí mucho de cálculo e interés. Pocas personas son conscientes de los inmensos cambios en educación y enseñanza popular que se produjeron en la Inglaterra del siglo XIX.
La educación siempre ha sido uno de los temas que más le ha preocu- pado ¿opina que el sistema educativo actual es el adecuado?
En mi caso no recuerdo que me en- señaran nada realmente interesante en la escuela. Es necesario un nuevo plan- teamiento muy distinto del actual, ca- paz de buscar en el joven la capacidad de interesarse de forma activa tanto por su entorno como por su propio porve- nir. Creo que el espíritu progresista no sólo ha de pedir educación para la po- blación, sino también asegurarse de que esta se reciba de forma adecuada.
No parece fácil…
Desde luego que no lo es, pues el despilfarro y el absurdo acechan per- manentemente a cualquier tipo de ac- tividad humana y es imposible ignorar ese factor en la lucha por generar una comunidad consciente, culta e informa- da al máximo nivel posible.
¿Quiere eso decir que la respon- sabilidad en la educación debe ser compartida por el individuo y por el estado?
Mire, a los trece años yo no había oído música alguna, salvo de vez en cuando alguna banda tocando himnos religiosos y el órgano en la iglesia de Bromley. Hoy he profundizado bastante en esa cuestión a través de un esfuerzo personal. La sociedad debe aportar el terreno de juego, pero solo hay partido si los jugadores salen a jugar con ganas.
Usted vincula el tema de la educa- ción al de la igualdad social, ¿en qué sentido?
El progreso de la humanidad debe pasar por erradicar la pobreza e incre- mentar la cultura y, en ese sentido, el elemento primordial es la educación de las nuevas generaciones para la trans- formación del mundo. Se trata sobre todo de la búsqueda de igualdad de oportunidades de forma que lleve a una equiparación en la consideración social y la recompensa individual. En ese sentido no creo en un ingenuo igualita- rismo social sino que abogo más por el mérito individual. Nunca he creído en la superioridad de lo inferior.
El ser humano solo será capaz de sobrevivir si consigue encajar en el plan general y en ese sentido la ética ocupa un papel fundamental, pues no podemos luchar contra la naturaleza permanentemente.
Pero las clases sociales obstaculizan enormemente ese proyecto…
Mi idea de una sociedad sin clases científicamente organizada es básica- mente la de una clase media expandida que haya incorporado al aristócrata y al plutócrata por arriba y al proletario y al desposeído por abajo.
¿Y a qué tipo de ser humano cree que debemos aspirar con esa nueva educación?
Hay dos tipos de mentalidades. Una, orientada hacia el pasado, es la que considera el porvenir como una espe- cie de habitación oscura sobre la cual el presente escribirá inevitablemente los acontecimientos, sin que podamos hacer nada por cambiarlos o evitarlos. Otra está enfocada hacia el futuro, es constructiva, creativa y organizadora. Ve el mundo como un gran taller y el presente como el depósito de materia- les que debemos montar y articular de forma adecuada. A este tipo de menta- lidad debe dársele libertad para expre- sarse, porque es el único camino que permitirá sobrevivir a la humanidad y alcanzar cosas mejores que ahora están apenas en estado embrionario en nues- tros pensamientos.
Solo hace unos meses que terminó la terrible Segunda Guerra Mundial, ¿cómo cree que pudimos llegar hasta eso?
Hay una gran masa de seres humanos que se detienen en el infantilismo y ese ha sido el factor determinante en la ma- yor parte de los alarmantes procesos so- ciales y políticos que hemos vivido en la primera mitad del siglo XX. En ese sentido, Adolf Hitler no representa más que la materialización de las absurdas ensoñaciones que yo tenía a los trece años. Toda una generación de alemanes no había conseguido madurar y eso uni- do a otros factores que se venían acu- mulando desde el Tratado de Versalles, abocaron al mundo a la catástrofe. Si no conseguimos superar esta fase mental en la que nos encontramos nuestro fu- turo como especie es muy improbable.
¿Y cuál fue nuestro papel en el con- flicto?
Nosotros, los ingleses, casi sin es- forzarnos conseguimos un imperio en el que no se ponía el sol, no por pura superioridad innata, sino por los erro- res y debilidades de los otros. Por ello, cuando aparecieron otros actores a re- clamar su parte del pastel no estábamos dispuestos a dar ni una migaja y en ese sentido el conflicto estaba garantizado.
Entonces, ¿no existió la posibilidad de impedirlo?
El drama se fue desarrollando en va- rios actos, con la confrontación entre clases nacionales por una parte y el en- frentamiento de las plutocracias inter- nacionales por otro. Todos los que se encontraban en una posición de supe- rioridad no deseaban mover una coma ni estaban dispuestos a ceder para llegar a un acuerdo equilibrado. Así llegamos donde hemos llegado.
Hablando de la situación tras el conflicto, ¿qué papel cree que repre- senta actualmente el socialismo en la historia de la humanidad?
El socialismo en sus comienzos fue un producto precientífico, con las ca- rencias propias de aquellas verdades indemostrables que en las ciencias ex- perimentales siempre debemos intentar obviar. En ese sentido, el socialismo fue elevado a la condición de completa panacea, convertido en una especie de idea salvífica de carácter religioso.
¿Fue Karl Marx quien le dio un sentido?
En absoluto. El socialismo es para mí una idea muy anterior a Marx y conse- guirá sobrevivir a sus planteamientos, en mi opinión erróneos. Para mí, Karl Marx fue un hombre con poca imagi- nación y con una total sobrevaloración de sus conocimientos. Además, carecía de la capacidad necesaria para sinteti- zar un proyecto y darle una forma ade- cuada.
No parece usted demasiado marxista…
Desde el principio hasta el final, la influencia de Marx y el marxismo han sido una absoluta rémora para la orga- nización y el progreso de la sociedad humana. Si Marx no hubiera existido, hoy estaríamos mucho más cerca de un mundo organizado de una forma mejor.
Inicialmente, la obra de Verne supuso una novedad, pero, en mi opinión, tras su éxito inicial intentó apegarse demasiado a la credibilidad de sus propuestas y eso hizo que perdiera su
Sin embargo es la propuesta de Marx la que ha sido adoptada y pues- ta en práctica en la Revolución soviética, que usted conoció sin intermediarios…
Es cierto. A pesar de lo dicho, es justo reconocer que el experimento realizado en Rusia es en sí mismo suficiente para ocupar un lugar relevante en la historia de la humanidad y, en mi opinión, muy superior al de la Revolución francesa. Ha sido allí donde se ha planteado por primera vez la cuestión de cómo la pro- piedad de la tierra y el capital industrial debían de «conferirse a la comunidad».
¿Es, entonces, un modelo a seguir?
Rusia ha seguido su propio camino y vive todavía lejos del socialismo, por- que ese proceso requiere tiempo y no poco, además de unas condiciones sociales adecuadas a nivel mundial. No es posible edificar el socialismo en un único país y en medio de terribles con- flictos.
¿Qué clase social cree que implantará el socialismo?
En contra de lo que la mayor parte de teóricos piensan, no creo que sean las masas proletarias, sino que será el pro- ducto de una decisión consciente de los trabajadores y artesanos cualificados, esa clase media educada técnicamente; es ahí donde se generará una fraterni- dad de mentes ilustradas, de donde pro- vendrá la energía del cambio.
¿Y qué supondrá el triunfo del socialismo?
La posibilidad de vivir plenamente dentro de un sistema que regule el es- fuerzo de cada uno de nosotros de for- ma armoniosa en favor de toda la co- munidad. Si llega, la vida será amplia y valiosa y el mundo será mejor, por lo menos es lo que yo creo y deseo.
Más allá del socialismo, ¿cómo ve el futuro de nuestra especie?
El ser humano solo será capaz de so- brevivir si consigue encajar en el plan general y en ese sentido la ética ocupa un papel fundamental, pues no pode- mos luchar contra la naturaleza perma- nentemente. La naturaleza es capaz de transformar los defectos en ventajas, pero solo si existe un mínimo de cola- boración por nuestra parte y, en estos momentos, nuestro universo parece encontrarse en absoluta bancarrota, sin dejar demasiado hueco libre para los di- videndos. Quién sabe…
Bien, volvamos a la literatura. Ya hemos hablado de sus inicios, pero nos gustaría saber cómo llegó a escribir el tipo de libros que escribió.
Fui un estudiante fracasado que ca- recía del carácter y la capacidad para realizar una carrera científica como es debido. Sin embargo, tuve la fortuna de conseguir ensamblar mis inquietu- des sociales en una forma literaria que fuera del gusto del público. Todo lo de- más vino rodado. He tenido suerte en muchas cosas. Por ejemplo, la última década del siglo XIX fue una época ex- tremadamente favorable a los nuevos escritores y eso para mí fue crucial. En otro momento las cosas podían haber sido muy distintas.
Centrémonos, si le parece, en sus novelas científicas. Este tipo de litera- tura que le dio fama y reconocimien- to parece haber quedado relegado dentro de una obra mucho más am- plia y variada.
Sí, uno tiene que equivocarse para poder progresar; pero ese esfuerzo lite- rario y filosófico de mis años juveniles tuvo su utilidad y dio sus frutos, aunque en su mayor parte esas novelas adolecen de una cierta inmadurez literaria.
¿Qué opinión le merece la obra de Jules Verne?
Inicialmente, la obra de Verne supuso una novedad, pero, en mi opinión, tras su éxito inicial intentó apegarse dema- siado a la credibilidad de sus propuestas y eso hizo que perdiera su impulso crea- dor. La verosimilitud no es lo más im- portante en un relato especulativo, sino su capacidad para remover conciencias y generar nuevas ideas en los lectores. En ese sentido, Verne siempre me pare- ció un popularizador de las ideas cien- tíficas a medio plazo, sin demasiada vi- sión del futuro a largo plazo.
¿Cómo surgió La máquina del tiem- po, una de sus obras más populares?
Como ya le he comentado al princi- pio, la primera parte, o sea, la exposi- ción inicial, ya había visto la luz en la revista National Observer y en su plan- teamiento había algún elemento que me hacía intuir algo verdaderamente interesante. Su editor me ofreció hacer una nueva versión y, dadas las urgencias económicas de aquellos momentos, fue escrita con bastante apresuramiento en una pensión de Sevenoaks, en Kent.
¿Qué recuerda de ese periodo?
Me viene a la cabeza como si fuera hoy que la estaba escribiendo una noche de verano de 1894 junto a una ventana abierta, cuando la patrona se puso a gri- tar de la forma más escandalosa posi- ble porque estaba gastando demasiada luz. Este fue el acompañamiento a cuyo compás fue escrita la obra. También recuerdo a mi editor y amigo William Ernest Henley, que fue un apoyo insus- tituible en aquel periodo de muy pocos recursos y optimista inseguridad.
¿Era una idea original suya?
Por aquel entonces la consideraba como una especie de tesoro personal y la creía de mi exclusiva pertenencia. La había estado reservando a la espera de sacarle el máximo partido, pero la rea- lidad es que esa idea nunca fue exclusi- vamente mía, pues había otros muchos pensadores que estaban reflexionando sobre la cuestión en aquellos momen- tos. Se podría decir que era una idea que estaba en el ambiente, a la espera de que alguien le diera la forma adecuada.
Nosotros, los ingleses, casi sin esforzarnos conseguimos un imperio en el que no se ponía el sol, no por pura superioridad innata, sino por los errores y debilidades de los otros.
¿Y la idea para La guerra de los mundos?
En realidad no fue mía, sino que me la sugirió mi hermano. Sin embargo, hay algo premonitorio en lo que se cuenta en ese libro, porque tan solo unos años después viviríamos los horrores de la Primera Guerra Mundial.
¿De qué autores se considera deudor en sus novelas fantásticas?
En mis días de adolescencia Swift ejerció una enorme fascinación y su cándido pesimismo se refleja tanto en La máquina del tiempo como en La isla del doctor Moreau, pequeños tributos al maestro a quien tanto debo.
¿Por qué fue abandonando las novelas científicas?
Me pareció que era un filón que se había agotado. Este tipo de literatura para mí nunca tuvo una finalidad en sí misma, sino solo para plantear una serie de ideas que consideraba necesario ex- poner sobre el cambio social. Este tipo de historias tenían la utilidad de servir a modo de parábolas para el debate co- lectivo y la aceptación de un proceso de cambio en la sociedad. Después, con la llegada del nuevo siglo, consideré que tenía otras muchas cosas que decir y, aunque nunca dejé completamente este tipo de relatos especulativos, derivé de forma natural hacia otras propuestas, donde planteé temas como el papel de la mujer, los escritos políticos sobre el socialismo en sus distintas variantes o la historia de la humanidad, intentando analizar lo acontecido y los motivos que llevaron a ello.
Todos sus planteamientos acaban devolviéndonos al cambio social, ¿tan importantes van a ser esas mutaciones que nos esperan?
Se lo resumiré en muy pocas pala- bras: en estos momentos, en que estoy llegando al final de mi vida, tengo la sensación de haber nacido demasiado pronto.
Muchas gracias señor Wells por su amabilidad.
A usted.